Por Antonio Cornadó
Hace un tiempo una conocida influencer con más de 2,6 millones de seguidores en Instagram confesaba públicamente su frustración. Solo había sido capaz de vender 36 camisetas de su recién lanzada marca de ropa. Tantos likes y tantos followers no habían servido. Tiene su explicación: una cosa es mirar y otra comprar, como hacemos todos. Para lo primero el espectáculo nos divierte. Para lo segundo hace falta pagar, es decir, comprometerse.
He recordado esta historia al asistir a los primeros escarceos de la campaña electoral de Madrid. Ya se está notando como los directores de campaña -casi todos comunicadores coronados de estrategas- van desgranando perlas comunicativas, bombas de efecto, fuegos de artificio diseñados para ese espectáculo colorista, animado, vistoso, superficial, fatuo y extremadamente perecedero que es una campaña electoral.
Detrás de tanta verborrea y tanto escenario iluminado está el asunto de la realidad, que parece algo secundario. Las campañas están pensadas para reforzar a unos fieles que están dispuestos a creer (y difundir) la verdad del credo que profesan. En este ámbito las redes sociales son una herramienta imbatible de activismo electoral. Simplicidad en el mensaje; refuerzo de lo audiovisual; facilidad de transmisión. Tres características que ayuda a la propagación en un ecosistema predispuesto a aceptar y creer cualquier cosa recibida en ese círculo de confianza en el que se mueven las redes. El cuñadísimo electoral, podríamos decir.
Comunicar en política es esencialmente dar cuenta y poner ante el escrutinio de la opinión pública la verdad de las personas, sus ideas, sus propuestas y sus logros. Comunicar no es disfrazar la realidad ni presentar en un envoltorio precioso una baratija moral. Por eso, a pesar del confeti de las campañas que dirigen estos autodenominados estrategas convertidos en gurús, muchos candidatos temen que, al final, 36 camisetas sean su única recompensa.
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Artículo publicado originariamente en El Diario Montañés en marzo de 2021.