Por Antonio Cornadó

Mi sobrina María vive en Barcelona. Ha sido una universitaria brillante y acaba de comenzar su carrera profesional. Es colega, se dedica a la comunicación. Hace unos días me envió un enlace a la web de su empresa dedicada al marketing digital. En una traducción libre podríamos decir que ayuda a las empresas a vender mejor sus productos a través de internet. El proceso es novedoso y a la vez tradicional: posicionar productos y servicios de empresas en lugares preferentes y destacados de los buscadores para llamar la atención de los consumidores. Esto antes se hacía en los escaparates o en los lineales de los supermercados. En el fondo el proceso es similar.

De su presentación me llamo la atención un aspecto singular: el uso de una forma reiterada y deliberada de la palabra confianza. La confianza como motor de compra, pero sobre todos como elemento que ancla a los clientes con productos o servicios. La confianza para mi sobrina María llama a una relación larga, estable y mutuamente beneficiosa; algo parecido a las parejas. Algo, en definitiva, que no ha cambiado en el mundo digital.

Los que nos dedicamos a la comunicación empresarial sabemos que existe un pacto tácito entre empresas y clientes; marcas y consumidores; así como entre opciones políticas y votantes o medios de comunicación y consumidores de información. Este pacto se basa en la confianza, tiene su origen en la lealtad y tiene su recompensa en la reputación.

Ese pacto se resquebraja o se rompe cuando se defraudan las expectativas de los consumidores, lo que ahora denominamos experiencia de usuario o de cliente. Conocemos casos de una quiebra notable de esa confianza por diferentes motivos: calidad (Tous); condiciones laborales o sociales (Adidas); abusos (Médicos Sin Fronteras); fraude (Madoff); tecnología (Samsung), conflicto laboral y social (controladores aéreos). Hay bastantes más.

Pero si escrutamos bajo las marcas descubrimos que en todas lo que los ciudadanos censuran es la falta de coherencia entre lo que la marca dice y sus acciones revelan. Se quiebra ese vínculo porque la realidad que perciben es inconsistente con la promesa que recibieron al vincularse a ella. Romper ese equilibrio es muy rápido, volver a ganarlo es una ardua tarea. Algo semejante a un castillo de naipes. Cada pieza asentada es un pequeño milagro que queda en nada ante el mínimo error. Una pieza mal colocada arrastra al conjunto de la construcción y hay que volver a comenzar. Como con las marcas. En ese difícil equilibrio entre promesa y realidad, palabra y hecho, la comunicación debe ser un guardián de la coherencia al servicio de las empresas, también en la era digital.

Artículo publicado originariamente en El Diario Montañés en diciembre de 2020.